Pocos dudan de la necesidad de una teoría del cambio para entender lo que pasa en el mundo de hoy. Las teorías de las relaciones internacionales y de política exterior han respondido a esta necesidad lo mejor que pudieron, introduciendo cambios marginales y adaptaciones a las ideas que intentaron explicar las relaciones entre países en las últimas décadas.
El realismo, el liberalismo, el idealismo, el constructivismo, todas son teorías valiosas y todavía tiene mucho que decir sobre las relaciones internacionales, pero se quedan cortas cuando tienen que explicar cómo funciona el mundo en el que hoy vivimos.
La idea tradicional de que la política exterior de los países busca acrecentar el poder político para asegurar la defensa y la soberanía nacional se vio enriquecida a lo largo de los años con la inclusión de una dimensión de influencia económica –es decir, la ampliación de mercados y obtención de negocios– y la necesidad de defender valores comunes que protejan la dignidad humana.
Esta perspectiva acerca de los incentivos que los Estados nacionales tienen para cooperar internacionalmente y producir resultados conjuntos a problemas comunes ha resultado de utilidad.
Un mundo que enfrenta un cambio de época, sin embargo, necesita de una teoría y una acción práctica diferente para encarar desafíos que amenazan la calidad de vida de las personas y las sociedades.
Son problemas tan arduos como diversos: delinear soluciones a las enormes crisis migratorias que ponen en cuestión el viejo esquema de las fronteras nacionales, lidiar con el espionaje cibernético de Estados y corporaciones, mantener el equilibrio entre la búsqueda de seguridad y el respeto a la privacidad, o iniciar el camino hacia un nuevo esquema de coordinación global en temas acuciantes como el cambio climático y la volatilidad de los flujos financieros, entre tantos otros desafíos comunes a todos los países de mundo.