Cuando hablamos de crear una autoridad o un mecanismo global de decisiones y control, ¿estamos hablando de un gobierno global, vinculante, con capacidad de hacer cunmplir sus normas? ¿Vamos a tener un presidente global algún día? La mayoría de la gente tiene esa idea de la gobernanza global. Ahora, ¿necesitamos eso? La respuesta es no.
Si pensamos en combatir el populismo, lo peor que podemos hacer es generar nuevas instancias de acumulación de poder.
Lo que necesitamos es que los líderes nacionales y locales tengan una serie de parámetros que orienten la acción de gobierno –ni siquiera que lo obliguen– y permitan evaluar sus acciones y comportamientos.
Ese es un rol crítico para las Naciones Unidas. Es cierto que sus instituciones y mecanismos pueden parecer lentos o anticuadas. Ciertamente, fueron diseñadas para administrar el sistema de relaciones internacionales del siglo pasado. Y la verdad es que la ONU decididamente puede contribuir a esa construcción de una forma mucho más efectiva que lo que lo hace hoy. Sin embargo, con todas sus deficiencias no tenemos nada mejor que las Naciones Unidas para trabajar en conjunto por un mundo mejor.
El problema va mas allá de tener o no un presidente mundial. Una autoridad global no es un señor que nos da órdenes a todos. La gobernanza global es un mecanismo de negociación, de definición de parámetros comunes y aceptables, de creación de confianza. Es un proceso gradual de construcción de criterios de convivencia global que ponen límites y orientan la acción de los líderes en temas que le incumben a la humanidad. Nada más que eso. Nada menos que eso.
Lo importante no es que haya una autoridad global que dé órdenes sino que todos aceptemos normas de convivencia comunes, que reflejen el progreso y la mejora en las condiciones de vida de la humanidad así como en los valores y los objetivos que la inspiran, y que veamos al que se aparta de esas normas y principios como una anomalía.
