En los últimos años recibimos un aluvión de noticias acerca del surgimiento de políticos extremistas y del auge de gobiernos populistas (de izquierda o derecha), que nos hacen reflexionar sobre la fragilidad de nuestras democracias.
Tal fragilidad nos remite rápidamente a los golpes de estado (tanques en las calles, hombres armados, pérdida de libertades). Pero en la actualidad la disputa política por medios violentos carece, afortunadamente, de consenso social. Al igual que el comunismo o el fascismo, ese tipo de acciones pertenecen al pasado. En el SXXI la fragilidad democrática adquiere otra expresión, menos violenta pero igual de peligrosa: a través de líderes electos democráticamente que, de manera abrupta o paulatina (como ocurrió en Venezuela), desmantelan el sistema.
La erosión paulatina de la democracia suele ser imperceptible para los ciudadanos, ya que proceso tiene lugar bajo procedimientos democráticos (elecciones, Congreso y Corte Suprema en funciones, medios de comunicación libres). Los líderes extremistas se disfrazan con objetivos aparentemente loables (desterrar elites que gobiernan en beneficio propio, luchar contra la corrupción, devolverle poder a la gente) mientras alteran, de manera paulatina e imperceptible, los mecanismos democráticos para manipular las instituciones y aumentar la discrecionalidad de su poder.
David Runciman y otros autores coinciden en que las crisis abren una ventana de oportunidad para que los gobiernos populistas profundicen y aceleren estos procesos. Desastres naturales, crisis económicas, cambios tecnológicos radicales (como los actuales), amenazas a la seguridad nacional (terrorismo) y desigualdad creciente crean condiciones bajo las cuales el populismo se hace fuerte.
Las crisis permiten justificar medidas antidemocráticas; representan una excelente oportunidad para desmantelar, lentamente, las normas constitucionales que limitan los liderazgos personalistas, para luego reescribirlas según intereses y necesidades del populismo de turno. Los ciudadanos, temerosos y vulnerables ante una crisis, se vuelven tolerantes.
Los extremistas aparecen en todas las democracias, inclusive en las más sanas y robustas. Es responsabilidad de los guardianes de la democracia (partidos políticos, instituciones, medios de comunicación) evitar que los extremistas lleguen al poder. Aislarlos, evitar alianzas políticas (muchas veces justificadas al pensar que se los podrá controlar o manejar como títeres) o evitar acciones que “normalicen” su comportamiento y les otorguen respeto público son algunos instrumentos posibles. No hacerlo implicaría legitimarlos, incorporándolos automáticamente al sistema democrático y permitiendo que el pueblo los considere una alternativa electoral válida.
Recientemente, autores como Edward Luce, Yascha Mounk, David Runciman, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron una serie de trabajos que analizan estos temas. Coinciden en recomendar el fortalecimiento de las instituciones democráticas, la modernizacion del vícunlo entre los ciudadanos y el sistema político (con mecanismos concretos tales como la reforma del sistema impostivo), ejerciendo siempre la tolerancia política (el otro es un adversario político y no el enemigo) y la moderación institucional (evitar forzarlas hasta el límite de sus competencias para no quebrarlas).
Las democracias requieren negociación, compromiso, concesiones. Los retrocesos son inevitables; las victorias, siempre parciales. Las iniciativas presidenciales pueden morir en el Congreso o ser bloqueadas en la Corte Suprema. Todos los políticos se frustran con estos acontecimientos; pero sólo los políticos democráticos aceptan estos reveses y son capaces de sortear las críticas constantes.
“Perder la democracia como sistema de gobierno es mucho peor que perder una elección”. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt no podrían haberlo dicho mejor.