La innovación, los cambios tecnológicos que trae aparejados y los consiguientes aumentos de productividad que genera han sido la causa principal de los cambios culturales y sociales ocurridos a lo largo de la historia de la humanidad.
Así como el fuego, la rueda y la adopción de prácticas más sedentarias jugaron papeles decisivos en la reorganización de las primitivas sociedades de cazadores-recolectores, la imprenta y -siglos más tarde- la máquina de vapor tuvieron un impacto de proporciones similares, o incluso mayores, en las sociedades que las desarrollaron.
Ese es el mismo papel que tienen la informática y la revolución de las telecomunicaciones en el surgimiento de la era de la información y la sociedad del conocimiento.
Las tecnologías de la información y las nuevas aplicaciones en materia de telecomunicaciones vienen desarrollando su potencial, de manera incremental, a lo largo de las últimas tres o cuatro décadas.
Hay un hecho distintivo, sin embargo, que merece destacarse. Su desarrollo ha sido concomitante con el de otros sectores tecnológicos y productivos, y los ha fertilizado. Más aún: han disparado el desarrollo de nuevas disciplinas como la nanotecnología o la “nueva” biotecnología.
Gradualmente, las nuevas tecnologías extienden sus ramificaciones en el entramado industrial y empresario, estimulando la innovación en diversos campos. Desde allí, están tomando por asalto nuestra vida cotidiana, influyendo en nuestras expresiones culturales, las interacciones sociales y la forma en que ejercemos nuestros derechos políticos.
Esta es la razón por la que hablamos del surgimiento de una Nueva Economía. Se trata de un fenómeno que no puede definirse por una sola tecnología porque va más allá que cualquiera de ellas individualmente.
Su corazón está en la relación que establecen unos sectores emblemáticos entre sí y en la forma en que se fertilizan recíprocamente entre ellos, así como en la manera en que influencian los productos y mercados tradicionales de las economías industrial y agrícola.
