En un evento sin precedentes, las protestas globales organizadas para manifestarse contra las crisis políticas y económicas (primavera árabe, movimientos indignados, Occupy Wall St.) se originaron espontáneamente sin un liderazgo personal o político definido.
En octubre de 2012, por ejemplo, al usar las redes sociales para coordinar y comunicarse, los manifestantes se reunieron contra la crisis mundial el mismo día en 950 ciudades en 82 países. Es, quizás, la primera protesta de una naturaleza verdaderamente global y colectiva.
Los ciudadanos exigen vívidamente que se los tenga en cuenta más allá de las rondas de elecciones que se celebran periódicamente y, aunque las protestas son difíciles de mantener a lo largo del tiempo, constituyen, sin duda ya, un hecho político de la nueva era. No es la competencia tradicional del siglo pasado entre la izquierda y la derecha o el estado contra el mercado.
En esta nueva era, las protestas parecen constituir una línea divisoria entre quienes ejercen el poder de manera vertical, jerárquica y exclusiva y los que buscan un poder horizontal, cooperativo y transparente.
Son cambios profundos, que de repente se vuelven vertiginosos. Con la misma intensidad, una nueva economía aparece en el horizonte del siglo XXI, modelando nuevas instituciones al ritmo de nuevos actores y nuevas reglas del juego.
Parece estar liderado por un conjunto de sectores emblemáticos que hacen de la innovación y el cambio técnico su carácter y esencia, prometiendo revolucionar, aún más, la forma en que vivimos. Por esta razón, es esencial pensar en el futuro y cómo podemos anticipar los desafíos que nos imponen hoy.
La calidad de nuestra vida en el futuro depende fundamentalmente de una serie de decisiones que estamos tomando en la actualidad. Sería un error actuar como si el futuro no importara, especialmente en una realidad dominada por el cambio.