El retorno de la democracia en Argentina (1983) y Brasil (1985), presentó la oportunidad única de reconfigurar prioridades de política exterior, con el imperativo de asegurar la transición política.
A mediados de los años 1980s, la necesidad afrontar la deuda externa contraída por las dictaduras y de estabilizar y reformar la economía para promover el desarrollo, impulsó a los líderes de ambos países a transformar una antigua rivalidad geopolítica (que fue intensa y prolongada) en una relación de cooperación estratégica.
Con ese fin, en noviembre de 1985, los presidentes Raúl Alfonsín (Argentina) y José Sarney (Brasil), crean la “Comisión Mixta de Alto Nivel de cooperación e integración económica bilateral” y firman la “Declaración Conjunta sobre Política Nuclear” iniciando un ambicioso proceso de integración entre sus países.
En un contexto de “renacimiento” democrático continental, buscaban derribar de esta forma la principal hipótesis de conflicto entre ambos países (una invasión o conflicto armado) para redireccionar recursos económicos, humanos y políticos hacia el desarrollo de Brasil y Argentina.
Ambos políticos, demócratas convencidos, cultivaron una amistad que les permitió construir la confianza, ausente hasta ese momento en el vínculo institucional entre Brasil y Argentina, indispensable para derrumbar el secreto en torno a los planes nucleares nacionales, y detener así una potencial carrera armamentista en el Atlántico Sur.
En esos años, Argentina implementó el “Plan Austral” (mediados de 1985), un programa dirigido a detener la inflación. Brasil implementó el “Plan Cruzado” (febrero de 1986), con el mismo objetivo. Una cierta sincronización, si no puede hablarse de coordinación macroeconómica, se vislumbraba entre ambos países.
La buena relación entre los presidentes fortalecía un clima de confianza para compartir experiencias y buenas prácticas entre las administraciones. Los planes, sin embargo, no tuvieron los resultados esperados y las nacientes democracias de Argentina y Brasil enfrentaron elecciones presidenciales en 1989 en un contexto de turbulencia económica, debido a la alta inflación.
En Argentina se impuso Carlos Menem y en Brasil ganó Fernando Collor de Melo. Ambos triunfaron presentándose en condición de “outsiders” de la política, aunque los dos fueron gobernadores y tenían una carrera política tradicional.
El contexto geopolítico que encontraron estaba signado por la caída del muro de Berlín y el “Consenso de Washington”, una serie de reformas de mercado para estabilizar y reformar la economía. En occidente se organizaban grandes bloques económicos (como la Unión Europea, constituida en Maastricht en 1992, luego de décadas de negociación y el North America Free Trade Agreement en diciembre de ese año)
Alentados por el crecimiento del comercio bilateral generado por los tratados firmados por sus antecesores, Collor y Menem fortalecieron el proceso de integración e, imbuidos del espíritu de la época, firmaron el Tratado de Asunción, (marzo de 1991), estableciendo el Mercado Común del Sur (Mercosur).
El tratado de Asunción institucionalizó el proceso de integración bilateral iniciado por Alfonsín y Sarney, ampliándolo, con la incorporación de nuevos actores (Uruguay y Paraguay).
En el mismo acto, se crea también la Agencia Brasileño-Argentina para la Contabilidad y el Control de Materiales Nuclear (ABACC), una institución binacional que pone fin a cualquier potencial carrera armamentista en el Atlántico Sur, convirtiéndola en una zona de paz.
La relación personal entre los presidentes Collor de Melo y Menem jugó un papel importante. Ambos tenían fuertes incentivos en el plano doméstico (donde ganaron elecciones cultivando la imagen de nuevos líderes reformadores) y en el internacional (donde predominaba el consenso en favor de la integración económica y las reformas de mercado) para avanzar en la integración política y reformar la economía.
Esa buena interacción personal, alentada por el contexto geopolítico y la situación doméstica, se mantuvo entre Menem e Itamar Franco y, más tarde, con Fernando Henrique Cardoso.
En esos años Argentina adoptó el “Plan de Convertibilidad” (marzo de 1991) para combatir la inflación y retomar el crecimiento de la economía y Brasil implementaría el llamado “Plan Real” (junio de 1993). La sincronización de los años 1980s comenzaba a transformarse en una cierta coordinación macroeconómica, facilitado por los consensos imperantes a nivel global.
Las condiciones domésticas de ambos países cambiaron, al igual que el contexto internacional, con la llegada del nuevo siglo.
La devaluación del real en Brasil de 1998 fue sucedida por la muy grave crisis de Argentina en 2001. Ambas impactaron en diferente medida a cada uno de ellos, siendo Argentina el país más perjudicado. Brasil ejercitó la “paciencia estratégica” con Argentina en 2001, cuando se sucedieron 5 presidentes en una semana y el país padeció una crisis política y económica que solo comenzó a encaminarse hacia mediados de 2002.
A nivel internacional, la recesión de 2001 en Estados Unidos, aun cuando fue de corta duración, tuvo efectos duraderos (incluso considerados estructurales por algunos) en el mercado de trabajo y la llamada “crisis de las hipotecas” de 2007/8 puso en jaque al sistema financiero internacional (intoxicado a través de productos derivados) disparando la más seria recesión en occidente después del “crack” de 1929.
El liderazgo político de Luiz Inacio “Lula” Da Silva en Brasil y el de Néstor Kirchner en Argentina se vieron influidos por ese cambio de poca y, de alguna manera, son resultado y reflejan esa nueva realidad.
Aunque ambos líderes provenían de matrices ideológicas similares (o al menos, así lo proclamaban) y proyectaban una buena relación interpersonal no fueron capaces de resolver los desafíos que la nueva fase de las economías nacionales (y la economía global) presentaban para la región.
El crecimiento excepcional de la economía internacional en esos años (entre 2003 y 2007 más de 110 países crecieron por encima del 5%) ayudó a disimular tensiones, pero los países del Mercosur enfrentaron los desafíos de la época con políticas divergentes.
Las economías de sus países crecieron a ritmos diferentes y la inflación argentina comenzó a disparase en el mandato de sus sucesoras (Dilma Rousseff y Cristina Kirchner).
Las coincidencias políticas proyectaron una imagen de armonía en el posicionamiento internacional (la mayoría de los partidos de la región eran del mismo signo político) y reforzaron la defensa de la democracia y la dimensión “social” de la integración, pero no fueron suficientes para producir progresos en material económica. Proliferaron barreras y trabas comerciales basadas en reglamentos técnicos o sanitarios.
En esos años, como resultado de procesos que maduraron durante décadas, Brasil logro superar sus desafíos en materia de seguridad alimentaria y energética, mientras argentina volvía a luchar con el viejo fantasma de la alta inflación. Es difícil integrar dos países cuando la inflación mensual en uno de ellos es igual a la que el otro tiene anualmente.
La situación mejoró, pero no cambió radicalmente, cuando Mauricio Macri asumió la presidencia argentina y Michel Temer completó el mandato de Rousseff para ser luego sucedido, a su vez, por Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil.
En los últimos 20 años, los impulsos al proceso de integración binacional y regional han perdido dinamismo. La evolución económica y política de los países divergen marcadamente.
Y aunque la economía internacional ha provisto incentivos, las instituciones existentes en el MERCOSUR apenas han alcanzado para mantener los ritos de reuniones y el funcionamiento burocrático del bloque, en un contexto donde interrumpir el proceso de integración o alterarlo (con el daño que representaría para importantes complejos industriales, como el automotriz, por ejemplo) tiene costos significativamente mayores que los de mantener el “status quo”.
En ese contexto es difícil que las relaciones interpersonales entre los presidentes puedan jugar un rol constructivo, que modifique la trayectoria de la relación bilateral, aun cuando exista identificación personal y empatía ideológica entre los líderes.
Esto se percibe de manera más pronunciada cuando esas características están ausentes, como ocurre desde 2019 en adelante (con la relación de los presidentes Bolsonaro y Fernández y en la actualidad entre Lula y Milei).
Aun en presencia de una buena relación interpersonal o coincidencia ideológica, puede producirse un estancamiento del proceso de integración, con resultados decepcionantes (como ocurrió en los gobiernos del PT en Brasil y los del Frente para la Victoria en Argentina o los de Mauricio Macri y Temer-Bolsonaro).
Así ocurre especialmente cuando los incentivos del contexto estimulan respuestas políticas divergentes en ausencia de instituciones eficientes que permitan la resolución de conflictos (como ocurre en materia de homogenización de reglamentos técnicos para eliminar restricciones no arancelarias o con temas como la Hidrovía).
En cualquier caso, parece claro que el contexto geopolítico y las fortaleza institucional del proceso de integración juegan un rol clave para moderar la dinámica de la diplomacia presidencial.