La Conferencia del Clima de París (COP21) que se realizó en diciembre de 2015 resultó un avance de importancia hacia un nuevo esquema de diálogo y colaboración global.
El “Acuerdo de París” reemplazará a partir del año 2020 el actual protocolo de Kyoto y sienta las bases para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero mediante compromisos voluntarios presentados por cada uno de los países firmantes.
Estados Unidos y China emiten el 38% de los gases de efecto invernadero. Sumados a Europa, Rusia, India y Japón, llegan al 64% de las emisiones globales.
El 10% más rico de la población es responsable de alrededor del 50% de las emisiones mundiales.
Por otro lado, la mitad más pobre de la población mundial (cerca de 3.500 millones de personas, que viven en su mayoría en los países más vulnerables al cambio climático) genera sólo el 10% de las emisiones a nivel mundial.
¿Cómo exigirle las mismas obligaciones a un país en desarrollo, que tuvo contribuciones marginales al calentamiento de la Tierra y quye necesita aumentar el uso de energía para promover su crecimiento, que a un país industrializado que ha basado su desarrollo durante los últimos dos siglos en recursos escasos y contaminantes?
El cambio climático ejemplifica con claridad uno de los principales problemas globales, de alcances impredecibles. El aumento de la temperatura de la Tierra acentuará las fenómenos climáticos disruptivos, la falta de alimentos y las migraciones masivas.
El Acuerdo de París dejó en evidencia la importancia que cobran los acuerdos globales cuando los problemas que afectan al mundo no reconocen límites geográficos ni fronteras y exigen altos niveles de concertación política y económica entre países con intereses divergentes.